álvaro gómez y zapata olivella
Hace unos días visité la Librería Nacional para comprarle un libro a un querido amigo. Mientras buscaba en las estanterías, recordé el documental que había visto hace algunos días: Zapata, El Gran Putas. Una bella obra que todas y todos deberíamos ver sobre el gran pensador colombiano Manuel Zapara Olivella. Pregunté por alguna de sus obras y, para mi sorpresa, al igual que yo hace solo algunos días, no sabían a quién me refería. Encontré solo un pequeño libro de ensayos, de una editorial poco conocida, en la estantería de debajo de la librería: La rebelión de los genes. Lo compré. Al salir de allí puede ver con claridad, justo en la entrada en una mesa redonda, una pequeña pila con uno de los más vendidos: Álvaro. Su vida y su siglo, de Juan Esteban Constaín. Hoy quiero escribir sobre estos dos hombres.
Nunca me ha gustado Álvaro Gómez Hurtado. No sé si esto sea una opinión inaceptable en estos días en los que Gómez Hurtado es alabado como uno de los grandes intelectuales de nuestra historia. Liberales y conservadores admiran a Gómez Hurtado e, incluso, hace unos meses, el presidente decidió renombrar una sala del palacio de Nariño con su nombre, como un homenaje a su vida. En la ceremonia se exhibió el gran retrato de Gómez Hurtado ante los ojos de caras viejas y gordas, como las de Alberto Casas y Yamid Amad. Me preocupa que Gómez sea visto como un intelectual, como un “hombre de la cultura” ejemplar para la Colombia de hoy. Por el contrario, creo que sus pensamientos sobre Colombia, su sociedad y su cultura, son anticuados y peligrosos.
En las grabaciones de sus clases y en sus escritos es común encontrar su visión de la sociedad Colombiana. La describía como una nación idealmente homogénea en raza e identidad, explicaba cómo en Colombia “no hay negros” porque “todos somos mestizos”, hablaba de una sociedad en donde todos somos iguales y dónde, “para la fortuna de todos” no se desarrollarían las luchas identitarias y “violentas” que ocurrían en otros países en razón de la identidad. Su pensamiento no era nuevo ni único, respondía a una corriente muy asentada en Colombia desde el siglo XIX que construía un mundo donde nunca había existido la diferencia. Una visión peligrosa que desconoce cómo las identidades, como construcción social, existen y responden a décadas de opresión, segregación y aniquilación de grupos de personas en razón de sus prácticas culturales, creencias y su color de piel. Así mismo, se trata de un discurso que anula la existencia y forma de vida de grupos y comunidades indígenas, cuya homogeneización dentro de la sociedad occidental ha sido el mayor etnocidio de la historia de nuestro continente. En otras palabras, se trata de un pensamiento que busca pintar una pared colorida de blanco, escondiendo que cada color responde a una historia diferente, a un contexto diferente, y a una forma de ver y entender la vida que también es diferente e importante. Es el mismo sistema social y económico que por años ha legitimado y fortalecido la división y la opresión. Suena trillada, pero es cierta aquella frase que nos han repetido por siglos: en una sociedad debemos tratar igual a los iguales, desigual a los desiguales, e igual a los desiguales.
Gómez, al igual que su padre, siempre disfrutó pintar y retratar caballos. “Con los caballos se conquistó América” recordaba frecuentemente. Era como si encontrara cierta poesía en la conquista homogenizadora de jinetes como Sebastián de Belalcazar, cuya cabeza rodó en Popayán hace unas semanas para la alegría de quienes rechazamos con dolor que los grupos indígenas hayan sido forzados a vivir por años como extranjeros de su propio territorio, en una “ciudad blanca” construida sobre sus ancestros.
Llega el momento de hablar de Zapata Olivella. Empiezo diciendo que me preocupa, tal vez más que la admiración que existe hacia Gómez Hurtado, el no haber conocido por tanto tiempo a Zapata Olivella y a sus obras. Se trata de un hombre negro que dedicó su vida a construir y mostrarnos una Colombia compleja y múltiple. Una Colombia, o mejor una América, donde hacen falta reivindicaciones identitarias y sociales, una donde la conciencia étnica era importante y nos llevaría a un “más profundo conocimiento de la diversidad humana y aún más lúcido compromiso con la fraternidad universal”. Una América donde el mestizaje implica encuentro entre lo diverso, y no homogeinización violenta. Zapata viajó por el mundo conociendo y mostrando una Colombia desconocida y que aún desconocemos. Viajó por las selvas prestando atención médica a las poblaciones abandonadas, le presentó el “Vallenato”, a Gabriel García Márquez, viajó a China con bailes y tambores de una Colombia diversa, y participó en movimientos reivindicatorios en Estados Unidos y África. Se rehusó toda su vida a que Colombia, aquí y en el mundo, fuese pintada de blanco. Zapata es tal vez uno de los mejores escritores que ha tenido el país y sus reflexiones de la sociedad parecen más vigentes hoy que nunca.
No me atrevo a escribir más sobre este gran hombre, pues mi desconocimiento vergonzoso de su vida y obra me lo impiden. Me queda mencionar una lección más. Zapata Olivella siempre recordó que los traumas de la conquista seguían entre nosotros: debemos combatir con la diversidad “el síndrome colonizador aún patente en América”. Un síndrome que vive aún en nuestros monumentos de jinetes y reinas.
Sueño con volver a las Librerías y ver en la estantería principal la obra de hombres como Zapata Olivella. Las de Álvaro Gómez ya tuvieron su tiempo como obras intelectuales de una élite trasnochada, y si, como dice Constaín, el anterior siglo fue el de Álvaro, llegó el momento de construir el siglo de Zapata.
Nicolás Dupont
Estudiante de Derecho
Nunca me ha gustado Álvaro Gómez Hurtado. No sé si esto sea una opinión inaceptable en estos días en los que Gómez Hurtado es alabado como uno de los grandes intelectuales de nuestra historia. Liberales y conservadores admiran a Gómez Hurtado e, incluso, hace unos meses, el presidente decidió renombrar una sala del palacio de Nariño con su nombre, como un homenaje a su vida. En la ceremonia se exhibió el gran retrato de Gómez Hurtado ante los ojos de caras viejas y gordas, como las de Alberto Casas y Yamid Amad. Me preocupa que Gómez sea visto como un intelectual, como un “hombre de la cultura” ejemplar para la Colombia de hoy. Por el contrario, creo que sus pensamientos sobre Colombia, su sociedad y su cultura, son anticuados y peligrosos.
En las grabaciones de sus clases y en sus escritos es común encontrar su visión de la sociedad Colombiana. La describía como una nación idealmente homogénea en raza e identidad, explicaba cómo en Colombia “no hay negros” porque “todos somos mestizos”, hablaba de una sociedad en donde todos somos iguales y dónde, “para la fortuna de todos” no se desarrollarían las luchas identitarias y “violentas” que ocurrían en otros países en razón de la identidad. Su pensamiento no era nuevo ni único, respondía a una corriente muy asentada en Colombia desde el siglo XIX que construía un mundo donde nunca había existido la diferencia. Una visión peligrosa que desconoce cómo las identidades, como construcción social, existen y responden a décadas de opresión, segregación y aniquilación de grupos de personas en razón de sus prácticas culturales, creencias y su color de piel. Así mismo, se trata de un discurso que anula la existencia y forma de vida de grupos y comunidades indígenas, cuya homogeneización dentro de la sociedad occidental ha sido el mayor etnocidio de la historia de nuestro continente. En otras palabras, se trata de un pensamiento que busca pintar una pared colorida de blanco, escondiendo que cada color responde a una historia diferente, a un contexto diferente, y a una forma de ver y entender la vida que también es diferente e importante. Es el mismo sistema social y económico que por años ha legitimado y fortalecido la división y la opresión. Suena trillada, pero es cierta aquella frase que nos han repetido por siglos: en una sociedad debemos tratar igual a los iguales, desigual a los desiguales, e igual a los desiguales.
Gómez, al igual que su padre, siempre disfrutó pintar y retratar caballos. “Con los caballos se conquistó América” recordaba frecuentemente. Era como si encontrara cierta poesía en la conquista homogenizadora de jinetes como Sebastián de Belalcazar, cuya cabeza rodó en Popayán hace unas semanas para la alegría de quienes rechazamos con dolor que los grupos indígenas hayan sido forzados a vivir por años como extranjeros de su propio territorio, en una “ciudad blanca” construida sobre sus ancestros.
Llega el momento de hablar de Zapata Olivella. Empiezo diciendo que me preocupa, tal vez más que la admiración que existe hacia Gómez Hurtado, el no haber conocido por tanto tiempo a Zapata Olivella y a sus obras. Se trata de un hombre negro que dedicó su vida a construir y mostrarnos una Colombia compleja y múltiple. Una Colombia, o mejor una América, donde hacen falta reivindicaciones identitarias y sociales, una donde la conciencia étnica era importante y nos llevaría a un “más profundo conocimiento de la diversidad humana y aún más lúcido compromiso con la fraternidad universal”. Una América donde el mestizaje implica encuentro entre lo diverso, y no homogeinización violenta. Zapata viajó por el mundo conociendo y mostrando una Colombia desconocida y que aún desconocemos. Viajó por las selvas prestando atención médica a las poblaciones abandonadas, le presentó el “Vallenato”, a Gabriel García Márquez, viajó a China con bailes y tambores de una Colombia diversa, y participó en movimientos reivindicatorios en Estados Unidos y África. Se rehusó toda su vida a que Colombia, aquí y en el mundo, fuese pintada de blanco. Zapata es tal vez uno de los mejores escritores que ha tenido el país y sus reflexiones de la sociedad parecen más vigentes hoy que nunca.
No me atrevo a escribir más sobre este gran hombre, pues mi desconocimiento vergonzoso de su vida y obra me lo impiden. Me queda mencionar una lección más. Zapata Olivella siempre recordó que los traumas de la conquista seguían entre nosotros: debemos combatir con la diversidad “el síndrome colonizador aún patente en América”. Un síndrome que vive aún en nuestros monumentos de jinetes y reinas.
Sueño con volver a las Librerías y ver en la estantería principal la obra de hombres como Zapata Olivella. Las de Álvaro Gómez ya tuvieron su tiempo como obras intelectuales de una élite trasnochada, y si, como dice Constaín, el anterior siglo fue el de Álvaro, llegó el momento de construir el siglo de Zapata.
Nicolás Dupont
Estudiante de Derecho
Fuente: Señal Colombia, Septiembre 2020.
Fuente: Presidencia de la República, Mayo 2019.