coronavirus: un nuevo diluvio
Genera una cierta impresión de orgullo y temor tener el presentimiento de que este año, estos meses precedentes y, sobretodo, los que siguen, son de una relevancia histórica fundamental. Estoy casi seguro de que ninguno de nosotros había presenciado nada parecido, lo cual es maravilloso y a la vez estremecedor, causa de miedo y asombro. En lo que sigue voy a referirme acerca de dos aspectos que quiero resaltar de esta situación social, económica, política y de salubridad que estamos viviendo.
Existe una cosa que se llama hábito. Según Hume, los seres humanos somos creaturas irracionales (Descartes aúlla en su tumba) que tienen como único sustento el hábito, la costumbre. Es decir, lo único que nos mantiene vivos son los hábitos generados por nosotros mismos y heredados por nuestra especie. Un día descubrimos el fuego, quisimos tocarlo y sentimos un dolor punzante en la mano, por eso ahora nos asusta tanto prender un fósforo a los cinco años, o acercar un briquet al gas de una estufa que no funciona bien. Los instintos son la herencia de los sentidos. A lo que voy es que aprendemos y nos relacionamos con el mundo a través de la experiencia. Si la experiencia muestra que la falta de control fronterizo provoca la aparición de personas infectadas por el virus y que, en los países donde la cifra de infectados explotó de manera exponencial, brutal, atómica, se han tomado medidas drásticas de aislamiento, ¿por qué esperar a que ocurra exactamente lo mismo, por qué no ahorrarse el estallido de pánico y desconcierto? Es sencillo: es mejor la seguridad que la policía. Duque ha hecho una pésima labor al respecto.
Hay algo que me fascina de todo esto. Ese algo se da en dos dimensiones, dos esferas. Primero, me parece magnífico cómo hemos visto que el mundo empieza a ralentizarse. Me parece magnífico cómo las emisiones de dióxido de carbono descendieron en un 25% en China y, por ende, en un 6% en todo el mundo y cómo el tráfico de especies salvajes ha disminuido. No obstante, hay otra cara de la moneda y es el tema de los más vulnerables. ¿Cómo decirles a los vendedores informales que se aíslen, que no salgan a la calle si de ello depende su sustento vital? Se puede dar un desastre económico, sin ningún problema. Un montón de ideas archireproducidas y defendidas se están resquebrajando: la democracia tambalea, las inequidades socio económicas se hacen cada vez más evidentes e insalvables, sin embargo, me parece que este evento mundial puede ser la gota que rebose el vaso, la gota que nos permita darnos cuenta que la vida que llevamos puede y tiene que ser modificada. En resumen, a nuestro vivir global y nuestro vivir diario lo encierran dos enormes puntos de interrogación. A nuestro ritmo vertiginoso, ritmo que, en mi opinión, es insostenible, tanto ambiental como física y psicológicamente, se le ha revelado una verdad que grita desde hace un tiempo: se puede vivir de otra manera, se puede hacer las cosas de otra manera.
Segundo, los seres humanos aprendemos a las patadas. Toda crisis es una grieta que se abre en el suelo que pisábamos confiados. Me gusta pensar que, en este momento, la mayoría de nosotros somos filósofos: nos asaltan un montón de preguntas acerca de nuestra cotidianidad, acerca de nuestras prácticas, sus alcances morales, prácticos y la manera cómo abordarlos, cómo resignificarlos. Me parece que las ciencias sociales, especialmente la filosofía, deberían aprovechar al máximo este espacio que se abre. Después de que pase este remesón, el mundo tiene que ser un lugar distinto. La producción de ideas sostenibles, austeras y humanas es indispensable. Se nos reclama esa responsabilidad.
David Santiago Mena Luengas - Estudiante de Filosofía
Existe una cosa que se llama hábito. Según Hume, los seres humanos somos creaturas irracionales (Descartes aúlla en su tumba) que tienen como único sustento el hábito, la costumbre. Es decir, lo único que nos mantiene vivos son los hábitos generados por nosotros mismos y heredados por nuestra especie. Un día descubrimos el fuego, quisimos tocarlo y sentimos un dolor punzante en la mano, por eso ahora nos asusta tanto prender un fósforo a los cinco años, o acercar un briquet al gas de una estufa que no funciona bien. Los instintos son la herencia de los sentidos. A lo que voy es que aprendemos y nos relacionamos con el mundo a través de la experiencia. Si la experiencia muestra que la falta de control fronterizo provoca la aparición de personas infectadas por el virus y que, en los países donde la cifra de infectados explotó de manera exponencial, brutal, atómica, se han tomado medidas drásticas de aislamiento, ¿por qué esperar a que ocurra exactamente lo mismo, por qué no ahorrarse el estallido de pánico y desconcierto? Es sencillo: es mejor la seguridad que la policía. Duque ha hecho una pésima labor al respecto.
Hay algo que me fascina de todo esto. Ese algo se da en dos dimensiones, dos esferas. Primero, me parece magnífico cómo hemos visto que el mundo empieza a ralentizarse. Me parece magnífico cómo las emisiones de dióxido de carbono descendieron en un 25% en China y, por ende, en un 6% en todo el mundo y cómo el tráfico de especies salvajes ha disminuido. No obstante, hay otra cara de la moneda y es el tema de los más vulnerables. ¿Cómo decirles a los vendedores informales que se aíslen, que no salgan a la calle si de ello depende su sustento vital? Se puede dar un desastre económico, sin ningún problema. Un montón de ideas archireproducidas y defendidas se están resquebrajando: la democracia tambalea, las inequidades socio económicas se hacen cada vez más evidentes e insalvables, sin embargo, me parece que este evento mundial puede ser la gota que rebose el vaso, la gota que nos permita darnos cuenta que la vida que llevamos puede y tiene que ser modificada. En resumen, a nuestro vivir global y nuestro vivir diario lo encierran dos enormes puntos de interrogación. A nuestro ritmo vertiginoso, ritmo que, en mi opinión, es insostenible, tanto ambiental como física y psicológicamente, se le ha revelado una verdad que grita desde hace un tiempo: se puede vivir de otra manera, se puede hacer las cosas de otra manera.
Segundo, los seres humanos aprendemos a las patadas. Toda crisis es una grieta que se abre en el suelo que pisábamos confiados. Me gusta pensar que, en este momento, la mayoría de nosotros somos filósofos: nos asaltan un montón de preguntas acerca de nuestra cotidianidad, acerca de nuestras prácticas, sus alcances morales, prácticos y la manera cómo abordarlos, cómo resignificarlos. Me parece que las ciencias sociales, especialmente la filosofía, deberían aprovechar al máximo este espacio que se abre. Después de que pase este remesón, el mundo tiene que ser un lugar distinto. La producción de ideas sostenibles, austeras y humanas es indispensable. Se nos reclama esa responsabilidad.
David Santiago Mena Luengas - Estudiante de Filosofía