el doble rasero
Tras la reciente detención preventiva que se le impuso a Álvaro Uribe, toda suerte de reacciones han salido a flote. Ahora bien, sin importar si se está pegando el grito en el cielo de la indignación, o se está celebrando la decisión de la Corte Suprema, se aduce al mismo motivo para expresar indignación o triunfalismo: que nadie debería estar por encima de la ley y que la justicia debe actuar con independencia. No quisiera comentar el hecho puntual de la captura de Uribe, sino abrir el debate acerca de las posibles convergencias -y divergencias- sobre las nociones de justicia de ambos sectores, pues, a todas luces, ambas posiciones están pidiendo lo mismo: una aplicación objetiva e imparcial de la ley.
1. La legalidad
Se debe partir del hecho de que ambas partes tienen algo de razón, y algo de parcialidad respecto a sus juicios. Hay motivos para sentir escozor al ver a exguerrilleros en el Senado sin haber comparecido ante la ley que rige a todos los colombianos, claro que sí. Aquí es donde fallan, a mi parecer, algunos sectores parados en el bando defensor de los acuerdos: hacen caso omiso a un reclamo válido, y es el de defender un sistema jurídico objetivo e imparcial para todo el mundo; la Justicia Especial (JEP) que surgió del Acuerdo es una excepción a ese principio de justicia objetiva; por definición es un mecanismo excepcional y diferenciado (Jaime Castro hizo un argumento respecto a este punto en su momento).
Ahora bien, ojalá se hubiera podido someter a la guerrilla y hacer comparecer a sus comandantes bajo la justicia que rige a todo colombiano del común; ojalá la institucionalidad hubiera llegado a las zonas más apartadas del país y, mediante oportunidades educativas y laborales, se hubiesen menguado las filas de la subversión lidiando con el combustible primario del conflicto, que es la pobreza y abandono, pero no fue posible: no se pudo acabar con las FARC en 60 años de guerra. Entendimos, por fin, que a punta de acciones militares no se solucionan las problemáticas que son las raíces profundas del conflicto, pues es como cortarle la cabeza a una serpiente de mil cabezas. La negociación era la salida y fue un paso correcto. El Acuerdo y su minucia quedó plasmado en la Constitución y, de ese modo, toda arbitrariedad en su futura implementación se mitigó enormemente.
2. La paz
Por otro lado, hay muchos motivos para celebrar la disminución abrupta que se observó en indicadores de violencia y homicidios en el país tras la firma del Acuerdo -victoria que se ha visto amenazada en tiempos recientes por el auge de violencia en algunas regiones del país-. Se trata, además, de un conflicto que dejó más de 218.019 muertos, 27,023 secuestrados, 25,007 desaparecidos, 5,712,506 desplazados y 1982 masacres, según el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica ¡Basta Ya!. Los victimarios de tan abultadas cifras fueron múltiples y de muchos bandos, por lo cual pensar en una justicia reparativa, en vez de punitiva, era la alternativa más sensata, en vez de pretender meter tras barrotes a todos los responsables; no nos alcanzaría la vida ni las cárceles para hacerlo. Hay entonces razones de sobra para alegrarnos por la terminación del conflicto armado con las antiguas FARC-EP y para ceder en algunos puntos transitoriamente -como el acuerdo político y jurídico que resultó tras la negociación-.
Sin embargo, tal reconocimiento no excusa, bajo ninguna circunstancia, los bárbaros crímenes que cometió la ex guerrilla, ni tampoco el cumplimiento parcial de sus compromisos -el Estado también ha incumplido, claro está, pero centrémonos en los primeros por ahora-. Las FARC se comprometieron a confesar la verdad y reparar a las víctimas, por lo cual, es justificada la indignación al ver cómo muchos no han comparecido aún ante la justicia, e incluso, cómo han negado, cínicamente, crímenes como el reclutamiento de menores. No obstante, la coyuntura actual ofrece una oportunidad para darle legitimidad al proceso de paz; como dijo Maria Jimenza Duzán en su última columna en SEMANA: “Es importante que el partido de las FARC entienda que si Uribe tiene que empezar a pagar por lo que ha hecho, ellos también tienen que salir de su zona de confort y decir la verdad de cara a las víctimas”.
3. Puntos comunes
Todos vamos hacia la misma meta, pero no debemos apresurarnos. Lo cierto es que siempre habrá problemas, desacuerdos y dilemas en el juego democrático. Eso no significa que sea per se un juego de suma cero: dialogar y ceder en algunos casos con el otro no es una derrota, es, más bien, una muestra de civismo, respeto y tolerancia; es entender que nadie es el portador de la verdad absoluta y es tener la humildad necesaria para reconocerlo. Lo importante es ponernos de acuerdo como sociedad sobre a qué le daremos prioridad en el momento. Ayer consideramos que la terminación de un conflicto armado largo y cruento era lo más importante por encima de otras consideraciones. Hoy, le debemos dar prioridad a la protección de la división de las ramas del poder, por encima de otra cosa. Estos consensos y acuerdos que como sociedad tomamos quedan plasmados en la Constitución, y por este motivo es que esta última debe ser nuestro criterio de objetividad y justicia, por más perfeccionable que aún sea.
El día de mañana seguiremos discutiendo y ponderando opciones, pues nunca llegaremos a ser una sociedad perfecta, pero el punto es ese: confiar en la reforma y en la democracia y no dar por sentado la virtud que esta última ofrece de deliberar, discutir y tomar decisiones consensuadas escuchando los argumentos de la orilla opuesta con toda la seriedad que lo amerita. Creamos entonces en la democracia, en los acuerdos, en la institucionalidad, y huyámosle a las visiones simplistas del mundo que prometen llevarnos hacia utopías o verdades absolutas.
Abraham Farfán
Estudiante de Economía
1. La legalidad
Se debe partir del hecho de que ambas partes tienen algo de razón, y algo de parcialidad respecto a sus juicios. Hay motivos para sentir escozor al ver a exguerrilleros en el Senado sin haber comparecido ante la ley que rige a todos los colombianos, claro que sí. Aquí es donde fallan, a mi parecer, algunos sectores parados en el bando defensor de los acuerdos: hacen caso omiso a un reclamo válido, y es el de defender un sistema jurídico objetivo e imparcial para todo el mundo; la Justicia Especial (JEP) que surgió del Acuerdo es una excepción a ese principio de justicia objetiva; por definición es un mecanismo excepcional y diferenciado (Jaime Castro hizo un argumento respecto a este punto en su momento).
Ahora bien, ojalá se hubiera podido someter a la guerrilla y hacer comparecer a sus comandantes bajo la justicia que rige a todo colombiano del común; ojalá la institucionalidad hubiera llegado a las zonas más apartadas del país y, mediante oportunidades educativas y laborales, se hubiesen menguado las filas de la subversión lidiando con el combustible primario del conflicto, que es la pobreza y abandono, pero no fue posible: no se pudo acabar con las FARC en 60 años de guerra. Entendimos, por fin, que a punta de acciones militares no se solucionan las problemáticas que son las raíces profundas del conflicto, pues es como cortarle la cabeza a una serpiente de mil cabezas. La negociación era la salida y fue un paso correcto. El Acuerdo y su minucia quedó plasmado en la Constitución y, de ese modo, toda arbitrariedad en su futura implementación se mitigó enormemente.
2. La paz
Por otro lado, hay muchos motivos para celebrar la disminución abrupta que se observó en indicadores de violencia y homicidios en el país tras la firma del Acuerdo -victoria que se ha visto amenazada en tiempos recientes por el auge de violencia en algunas regiones del país-. Se trata, además, de un conflicto que dejó más de 218.019 muertos, 27,023 secuestrados, 25,007 desaparecidos, 5,712,506 desplazados y 1982 masacres, según el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica ¡Basta Ya!. Los victimarios de tan abultadas cifras fueron múltiples y de muchos bandos, por lo cual pensar en una justicia reparativa, en vez de punitiva, era la alternativa más sensata, en vez de pretender meter tras barrotes a todos los responsables; no nos alcanzaría la vida ni las cárceles para hacerlo. Hay entonces razones de sobra para alegrarnos por la terminación del conflicto armado con las antiguas FARC-EP y para ceder en algunos puntos transitoriamente -como el acuerdo político y jurídico que resultó tras la negociación-.
Sin embargo, tal reconocimiento no excusa, bajo ninguna circunstancia, los bárbaros crímenes que cometió la ex guerrilla, ni tampoco el cumplimiento parcial de sus compromisos -el Estado también ha incumplido, claro está, pero centrémonos en los primeros por ahora-. Las FARC se comprometieron a confesar la verdad y reparar a las víctimas, por lo cual, es justificada la indignación al ver cómo muchos no han comparecido aún ante la justicia, e incluso, cómo han negado, cínicamente, crímenes como el reclutamiento de menores. No obstante, la coyuntura actual ofrece una oportunidad para darle legitimidad al proceso de paz; como dijo Maria Jimenza Duzán en su última columna en SEMANA: “Es importante que el partido de las FARC entienda que si Uribe tiene que empezar a pagar por lo que ha hecho, ellos también tienen que salir de su zona de confort y decir la verdad de cara a las víctimas”.
3. Puntos comunes
Todos vamos hacia la misma meta, pero no debemos apresurarnos. Lo cierto es que siempre habrá problemas, desacuerdos y dilemas en el juego democrático. Eso no significa que sea per se un juego de suma cero: dialogar y ceder en algunos casos con el otro no es una derrota, es, más bien, una muestra de civismo, respeto y tolerancia; es entender que nadie es el portador de la verdad absoluta y es tener la humildad necesaria para reconocerlo. Lo importante es ponernos de acuerdo como sociedad sobre a qué le daremos prioridad en el momento. Ayer consideramos que la terminación de un conflicto armado largo y cruento era lo más importante por encima de otras consideraciones. Hoy, le debemos dar prioridad a la protección de la división de las ramas del poder, por encima de otra cosa. Estos consensos y acuerdos que como sociedad tomamos quedan plasmados en la Constitución, y por este motivo es que esta última debe ser nuestro criterio de objetividad y justicia, por más perfeccionable que aún sea.
El día de mañana seguiremos discutiendo y ponderando opciones, pues nunca llegaremos a ser una sociedad perfecta, pero el punto es ese: confiar en la reforma y en la democracia y no dar por sentado la virtud que esta última ofrece de deliberar, discutir y tomar decisiones consensuadas escuchando los argumentos de la orilla opuesta con toda la seriedad que lo amerita. Creamos entonces en la democracia, en los acuerdos, en la institucionalidad, y huyámosle a las visiones simplistas del mundo que prometen llevarnos hacia utopías o verdades absolutas.
Abraham Farfán
Estudiante de Economía