de mineápolis a puerto tejada
En las últimas semanas, ha estado muy presente el acto criminal, discriminatorio y racista ejercido en Estados Unidos contra George Floyd, hombre afrodescendiente que, por medio de la compresión de su cuello, fue asfixiado, provocando su muerte. Por esos mismos días, en Puerto Tejada (Cauca), Anderson Arboleda fue abatido por un policía a punta de golpes con bolillo (supuestamente por estar “violando la cuarentena”), lo cual en el transcurso de unas horas causó su deceso. Crimen impune al día de hoy, fecha a la que aún no hay pronunciamiento alguno de las autoridades.
No se trata de comparar la brutalidad con la que fueron cometidos cruelmente estos actos violentos. No obstante, es inevitable preguntarse ¿por qué el asesinato de un hombre afroamericano, a manos de la fuerza pública estadounidense, desata una ola de protestas y manifestaciones, un destacado movimiento en las redes sociales, un sinfín de mensajes de solidaridad e indignación, y una contundente demanda de justicia, cuando, en nuestro país, los casos de asesinato, como el de Anderson Arboleda, de discriminación laboral, como el de Jhon Jak Becerra, y otros claros ejemplos de abuso de la autoridad y discriminación racial, no son discutidos, ni generan un mínimo de indignación en la población colombiana?
¿Cuántos de estos actos criminales, racistas, absurdamente inhumanos. y que se han perpetuado con total impunidad, se necesitan para que también nos duela lo nuestro? ¿Qué tanto más debemos esperar para que nos cause furor y coraje la violencia racial a la cual son sometidas las comunidades marginales y étnicamente diversas, víctimas del abandono del Estado, convirtiéndolas en comunidades vulnerables y propensas a ser doblegadas por la violencia?
No hay que ir muy lejos para darse cuenta de que el racismo no es un problema ético-social del siglo pasado, ni mucho menos de que no es condenado, ni castigado debidamente en Colombia. Resulta preocupante, tanto la parsimoniosidad con la que se incurre en semejantes actos contra el hombre de color, como la exención que se le concede a aquellos que ejecutan acciones racistas, que van desde un comentario desobligante, burlesco o displicente, hasta la tortura y el asesinato. No es un secreto que en Colombia se vive la cotidianeidad en simultáneo con sucesos de esta índole.
Sucesos que van desde la exclusión en la participación política, pues solo el 1% de la población total afrocolombiana llega a ocupar cargos públicos, hasta la falta de acceso a servicios básicos, como lo son las redes de acueducto (el 30,1% no dispone de ellas), el gas (51,4% está desprovista de este servicio) o el mismo internet (73,1% no cuenta con este beneficio). En el sector educativo, solo el 14,3% de esta etnia alcanza la educación superior. La situación se agrava cuando se incluye al sector laboral: solo alrededor del 34% de los afrocolombianos cuentan con un empleo.
En una sociedad como la nuestra, que se acostumbró a normalizar y aceptar prácticas que atentan contra la integridad de las comunidades afrodescendientes, difícilmente se trazan los límites entre la jocosidad de un “simple comentario” y la criminalidad que acaba con la vida de un ser humano. Acciones igualmente reprobables. Prueba de ello son los casos de humillación e intimidación realizados por la autoridad como el de Carlos Angulo Góngora, trabajador bogotano que fue arbitrariamente requisado sin argumento diferente al de su raza negra. Más grave, aún, es la difícil implementación de los acuerdos de Paz, así como la persistencia de disidencias de las FARC en municipios mayoritariamente afros, como es el caso de Tumaco.
Qué fácil es juzgar y opinar sobre estos actos desde la distancia, actos que se cometen más allá de las fronteras y que, en cambio, en nuestro propio territorio son mirados con morbo e indolencia. Que el asesinato de Anderson Arboleda haya durado tanto tiempo en el anonimato, es prueba de ese silencio cómplice que prolonga y valida este tipo de hechos totalmente recriminables.
No es solo el impulso de crear un “hashtag” por la defensa de la vida de los afrodescendientes, se trata de tener la voluntad y la determinación para promover movimientos que rechacen el uso de la violencia, la intimidación, el sometimiento y todo tipo de prácticas que permiten el abuso del poder.
Dejar de banalizar. Discutir. Compartir. Denunciar.
Léa Paloma Córdoba
Estudiante de Medicina
No se trata de comparar la brutalidad con la que fueron cometidos cruelmente estos actos violentos. No obstante, es inevitable preguntarse ¿por qué el asesinato de un hombre afroamericano, a manos de la fuerza pública estadounidense, desata una ola de protestas y manifestaciones, un destacado movimiento en las redes sociales, un sinfín de mensajes de solidaridad e indignación, y una contundente demanda de justicia, cuando, en nuestro país, los casos de asesinato, como el de Anderson Arboleda, de discriminación laboral, como el de Jhon Jak Becerra, y otros claros ejemplos de abuso de la autoridad y discriminación racial, no son discutidos, ni generan un mínimo de indignación en la población colombiana?
¿Cuántos de estos actos criminales, racistas, absurdamente inhumanos. y que se han perpetuado con total impunidad, se necesitan para que también nos duela lo nuestro? ¿Qué tanto más debemos esperar para que nos cause furor y coraje la violencia racial a la cual son sometidas las comunidades marginales y étnicamente diversas, víctimas del abandono del Estado, convirtiéndolas en comunidades vulnerables y propensas a ser doblegadas por la violencia?
No hay que ir muy lejos para darse cuenta de que el racismo no es un problema ético-social del siglo pasado, ni mucho menos de que no es condenado, ni castigado debidamente en Colombia. Resulta preocupante, tanto la parsimoniosidad con la que se incurre en semejantes actos contra el hombre de color, como la exención que se le concede a aquellos que ejecutan acciones racistas, que van desde un comentario desobligante, burlesco o displicente, hasta la tortura y el asesinato. No es un secreto que en Colombia se vive la cotidianeidad en simultáneo con sucesos de esta índole.
Sucesos que van desde la exclusión en la participación política, pues solo el 1% de la población total afrocolombiana llega a ocupar cargos públicos, hasta la falta de acceso a servicios básicos, como lo son las redes de acueducto (el 30,1% no dispone de ellas), el gas (51,4% está desprovista de este servicio) o el mismo internet (73,1% no cuenta con este beneficio). En el sector educativo, solo el 14,3% de esta etnia alcanza la educación superior. La situación se agrava cuando se incluye al sector laboral: solo alrededor del 34% de los afrocolombianos cuentan con un empleo.
En una sociedad como la nuestra, que se acostumbró a normalizar y aceptar prácticas que atentan contra la integridad de las comunidades afrodescendientes, difícilmente se trazan los límites entre la jocosidad de un “simple comentario” y la criminalidad que acaba con la vida de un ser humano. Acciones igualmente reprobables. Prueba de ello son los casos de humillación e intimidación realizados por la autoridad como el de Carlos Angulo Góngora, trabajador bogotano que fue arbitrariamente requisado sin argumento diferente al de su raza negra. Más grave, aún, es la difícil implementación de los acuerdos de Paz, así como la persistencia de disidencias de las FARC en municipios mayoritariamente afros, como es el caso de Tumaco.
Qué fácil es juzgar y opinar sobre estos actos desde la distancia, actos que se cometen más allá de las fronteras y que, en cambio, en nuestro propio territorio son mirados con morbo e indolencia. Que el asesinato de Anderson Arboleda haya durado tanto tiempo en el anonimato, es prueba de ese silencio cómplice que prolonga y valida este tipo de hechos totalmente recriminables.
No es solo el impulso de crear un “hashtag” por la defensa de la vida de los afrodescendientes, se trata de tener la voluntad y la determinación para promover movimientos que rechacen el uso de la violencia, la intimidación, el sometimiento y todo tipo de prácticas que permiten el abuso del poder.
Dejar de banalizar. Discutir. Compartir. Denunciar.
Léa Paloma Córdoba
Estudiante de Medicina