sobre la corrupción
Otra vez pesan sobre las páginas de los periódicos las palabras de siempre y, entre ellas, una parece reinar en las primicias: corrupción. Pareciera que su misma fonética ya estuviera entrelazada a la indignación. ¿Quién acaso puede hablar de corrupción sin manifestar orgulloso su repulsión? Pero no todos odian la corrupción ¿saben? Los filósofos, por ejemplo, aman esa palabrita. La filosofía cae casi siempre en estas dicotomías duales entre lo bueno y lo malo, lo alto y lo bajo, lo corrupto y lo puro; está en Platón, está en Kant, está en Heidegger, etc. Lo curioso es que, al dividir todo lo que hay en dos, los filósofos terminan necesitando el mal para definir el bien, y así con todo lo demás; la vida entera se reduce cómodamente a elegir entre los dos.
Tengo la impresión de que los políticos son muchas veces presas de esta forma de pensar y terminan por requerir la corrupción que buscan acabar. La corrupción es un significante vacío, capaz de suplir las necesidades de cualquier espectro ideológico. La izquierda odia la corrupción porque muestra un cortocircuito en el mecanismo de representación; la derecha puede argumentar que todo es causa de un estado morboso que se pone a toquetear la economía. La corrupción parece servir a cualquier bando para proyectar la necesidad de su proyecto político. Por eso es mejor no confiar a los políticos el pensar la corrupción. Simplemente, la necesitan demasiado.
Me parece que, pensar la corrupción, depende más de todos nosotros, y aquí hay algo realmente curioso: en cada gesto de indignación con el que juzgamos lo corrupto, se oculta -como con todo juicio- un discurso filosófico que anuda irreflexivamente el bien, el mal y la libertad. Cada juicio guarda oculto todo un sancocho de metafísica. Por eso, siempre he creído que, la filosofía bien hecha, dinamita prejuicios ocultos y nos permite pensar nuestra vida más allá de los moldes binarios establecidos por otros. Para Spinoza, por ejemplo, solo el entendimiento puede librarnos del juicio. Spinoza no creía en dualidades pendejas, no hay un sujeto autónomo tomando decisiones libremente entre lo bueno y lo malo. En Spinoza solo hay partes, partes que integran cuerpos. Su pensamiento nos invita, entonces, a elevarnos por encima de los juicios y entender el todo del que somos parte (el Estado) y las partes que nos componen (el cuerpo).
Si el cuerpo no funciona, algo en su proceso debe ser corregido; si la lluvia nos moja, el cuerpo enseguida nos pide abrigo. No nos sentamos a juzgar si está mal tener frío, el que piense así fijo se muere congelado. Es igual con los cuerpos políticos. Esto no se trata de condonar las atrocidades que se hacen cada año en Colombia con lo público, se trata de entender que esas atrocidades se dan a través de un sistema que las permite y las incentiva. Solo si entendemos la corrupción como un error de cableado, en un sistema político ineficiente, podremos llegar a verdaderas soluciones de largo plazo, en vez de contentarnos con condenas particulares que terminan siempre en casa por cárcel ¿¡Y qué es la casa por cárcel sino un ejemplo perfecto de una falla sistemática!?
¿Cuantos presidentes y congresistas tienen que elegirse a cambio de contratos para que reformemos y endurezcamos las normas para elegir representantes? La gente parece indignarse, incrédula de que haya otro desfalco al agro colombiano, ¡pero si hablamos de escándalos de corrupción cada tres meses! ¿No habrá algo que corregir en el proceso licitatorio? El problema es que es mucho más fácil juzgar que entender: ¿Acaso alguien sabe (y yo soy el primero en excluirme) la reglamentación de los procesos de contratación que maneja el Estado? Todo eso suena aburridísimo, y es tanto más fácil quedarse indignado.
Toda falta merece su respectiva sanción (desde Zea hasta Claudia López), pero hasta que no hagamos cambios estructurales, hasta que no pasemos la conveniente galbana de la indignación, ninguna condena será suficiente. Estará ella misma condenada a devenir anecdótica. ¿No es así como recordamos a Samuel Moreno y a todo el carrusel de la contratación? Cosas que pasan y dan mucha rabia, pero al final no cambió nada ¿o sí? Mientras el sistema político esté mal pensado, o simplemente comprometido para beneficiar a un sector, va a haber cortocircuitos. Se van a perder miles de millones en dineros públicos que no solo aprietan la cartera del Estado, sino que, también, son la posibilidad material de salvar y cambiar vidas humanas. El punto es que la tubería gotea; ¿vamos a ponerle babitas o a remodelar toda la casa?
Matías Troconis
Estudiante de Filosofía y Economía
Tengo la impresión de que los políticos son muchas veces presas de esta forma de pensar y terminan por requerir la corrupción que buscan acabar. La corrupción es un significante vacío, capaz de suplir las necesidades de cualquier espectro ideológico. La izquierda odia la corrupción porque muestra un cortocircuito en el mecanismo de representación; la derecha puede argumentar que todo es causa de un estado morboso que se pone a toquetear la economía. La corrupción parece servir a cualquier bando para proyectar la necesidad de su proyecto político. Por eso es mejor no confiar a los políticos el pensar la corrupción. Simplemente, la necesitan demasiado.
Me parece que, pensar la corrupción, depende más de todos nosotros, y aquí hay algo realmente curioso: en cada gesto de indignación con el que juzgamos lo corrupto, se oculta -como con todo juicio- un discurso filosófico que anuda irreflexivamente el bien, el mal y la libertad. Cada juicio guarda oculto todo un sancocho de metafísica. Por eso, siempre he creído que, la filosofía bien hecha, dinamita prejuicios ocultos y nos permite pensar nuestra vida más allá de los moldes binarios establecidos por otros. Para Spinoza, por ejemplo, solo el entendimiento puede librarnos del juicio. Spinoza no creía en dualidades pendejas, no hay un sujeto autónomo tomando decisiones libremente entre lo bueno y lo malo. En Spinoza solo hay partes, partes que integran cuerpos. Su pensamiento nos invita, entonces, a elevarnos por encima de los juicios y entender el todo del que somos parte (el Estado) y las partes que nos componen (el cuerpo).
Si el cuerpo no funciona, algo en su proceso debe ser corregido; si la lluvia nos moja, el cuerpo enseguida nos pide abrigo. No nos sentamos a juzgar si está mal tener frío, el que piense así fijo se muere congelado. Es igual con los cuerpos políticos. Esto no se trata de condonar las atrocidades que se hacen cada año en Colombia con lo público, se trata de entender que esas atrocidades se dan a través de un sistema que las permite y las incentiva. Solo si entendemos la corrupción como un error de cableado, en un sistema político ineficiente, podremos llegar a verdaderas soluciones de largo plazo, en vez de contentarnos con condenas particulares que terminan siempre en casa por cárcel ¿¡Y qué es la casa por cárcel sino un ejemplo perfecto de una falla sistemática!?
¿Cuantos presidentes y congresistas tienen que elegirse a cambio de contratos para que reformemos y endurezcamos las normas para elegir representantes? La gente parece indignarse, incrédula de que haya otro desfalco al agro colombiano, ¡pero si hablamos de escándalos de corrupción cada tres meses! ¿No habrá algo que corregir en el proceso licitatorio? El problema es que es mucho más fácil juzgar que entender: ¿Acaso alguien sabe (y yo soy el primero en excluirme) la reglamentación de los procesos de contratación que maneja el Estado? Todo eso suena aburridísimo, y es tanto más fácil quedarse indignado.
Toda falta merece su respectiva sanción (desde Zea hasta Claudia López), pero hasta que no hagamos cambios estructurales, hasta que no pasemos la conveniente galbana de la indignación, ninguna condena será suficiente. Estará ella misma condenada a devenir anecdótica. ¿No es así como recordamos a Samuel Moreno y a todo el carrusel de la contratación? Cosas que pasan y dan mucha rabia, pero al final no cambió nada ¿o sí? Mientras el sistema político esté mal pensado, o simplemente comprometido para beneficiar a un sector, va a haber cortocircuitos. Se van a perder miles de millones en dineros públicos que no solo aprietan la cartera del Estado, sino que, también, son la posibilidad material de salvar y cambiar vidas humanas. El punto es que la tubería gotea; ¿vamos a ponerle babitas o a remodelar toda la casa?
Matías Troconis
Estudiante de Filosofía y Economía