¿y cuándo vuelve el desaparecido?
Ante la ausencia prolongada e indefinida, podemos fantasear con que nuestros seres amados simplemente quedan suspendidos en el tiempo como almas sin cuerpo, deambulando por los barrios, parques y calles que los vieron con vida por última vez. Es reconfortante creer que quedan allí como sombras flotantes en completa tranquilidad, sin sometimientos crueles, sin hambre ni frio. Pero la realidad es que pueden estar en completo abandono, en un lugar que no ubica el mapa, con personas despiadadas y sin una ración de comida. Llegan las preguntas que atormentan el alma: ¿por qué no le pedí que se quedara en casa ese día? ¿por qué no presentí que saldría para nunca más volver?
De los desaparecidos y desaparecidas en Colombia se ha escrito, creado e investigado lo suficiente. Por ello, mas allá de una mención estadística, me permito aportar desde la catarsis que me ha dejado la pérdida. En una de mis clases de Penal Especial, el profesor explicaba que la diferencia entre el secuestro y la desaparición es que el primero lo comete un particular y el segundo un agente público. Por supuesto, ese era su análisis luego de muchos años ejerciendo como penalista en Colombia. Además de ser un debate álgido a los ojos de la academia, los expertos se emocionan cuando argumentan que la intervención del agente público es una mera agravante de la pena y que no es posible concebirlo como único sujeto activo del delito.
Poco importa quien tenga la razón en esos debates del ego académico. Lo que realmente inquieta es corroborar que la mayoría de desapariciones en Colombia han sido cometidas por agentes de la fuerza pública, equipados en uniformes, patrullas, armas y todo un kit que los legitima ante la sociedad para detener, esposar y privar de la libertad a cualquier ciudadano. Esto es aterrador porque la comunidad no cuestiona que un uniformado detenga arbitrariamente y sin orden judicial; por ejemplo, ¿usted que haría si su vecino es llevado a la fuerza por una patrulla frente a su casa? ¿Se inquietaría? ¿O lo tiene sin cuidado porque supone que la policía tiene sus razones?
Las familias que exigen verdad, atraviesan infinidad de dolores; la incertidumbre permanente les impide hacer duelo porque, luego de muchos años de búsqueda, nunca contaron con una tumba que visitar, un altar para dejar flores, ni un responsable que culpar. La vía del derecho solo les ofrece implorar ante jueces a cambio de indemnizaciones monetarias pero, ¿cuánto cuesta una vida? ¿cómo se repara el dolor? Hacen del dinero un remedio que perdona miedos. Si el desaparecido está muerto, ¿en qué condiciones murió? La incertidumbre, la búsqueda, el desasosiego y la desesperanza se vuelven la única constante.
La exposición El Testigo de Jesús Abad Colorado, dedica un salón a las vivencias, sentimientos, pensamientos y rostros de las familias víctimas de la desaparición forzada en Colombia. Una de las fotografías, ilustra las tumbas de los NN en Antíoquia y su descripción aclara que la Fiscalía asigna unos códigos a cada tumba en caso de que los restos requieran ser identificados. Lo inquietante es que algunos pobladores borran dichos códigos y les asignan nombres con apellidos, para pedirle a los muertos que les concedan deseos a cambio de mantener en buen estado la correspondiente tumba. La descripción de la imagen cierra con la siguiente afirmación: “Esta práctica es otra forma de desaparecer lo desaparecido”. A mí me surge la siguiente duda: ¿acaso quedaron tan suspendidos en el tiempo como para, incluso, robar su identidad?
Sindicalistas, estudiantes, artistas, campesinos, campesinas, maestros, maestras, comunistas, lideres y lideresas sociales que alzaron la voz, se organizaron y exigieron que no se vulneraran mas derechos.
Hasta encontrarlos.
¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!
Gabriela Rivera Betancourt
Estudiante de Derecho
Foto tomada en el Claustro de San Agustín - Bogotá. Carolina Alfonso. Mayo 2019.
De los desaparecidos y desaparecidas en Colombia se ha escrito, creado e investigado lo suficiente. Por ello, mas allá de una mención estadística, me permito aportar desde la catarsis que me ha dejado la pérdida. En una de mis clases de Penal Especial, el profesor explicaba que la diferencia entre el secuestro y la desaparición es que el primero lo comete un particular y el segundo un agente público. Por supuesto, ese era su análisis luego de muchos años ejerciendo como penalista en Colombia. Además de ser un debate álgido a los ojos de la academia, los expertos se emocionan cuando argumentan que la intervención del agente público es una mera agravante de la pena y que no es posible concebirlo como único sujeto activo del delito.
Poco importa quien tenga la razón en esos debates del ego académico. Lo que realmente inquieta es corroborar que la mayoría de desapariciones en Colombia han sido cometidas por agentes de la fuerza pública, equipados en uniformes, patrullas, armas y todo un kit que los legitima ante la sociedad para detener, esposar y privar de la libertad a cualquier ciudadano. Esto es aterrador porque la comunidad no cuestiona que un uniformado detenga arbitrariamente y sin orden judicial; por ejemplo, ¿usted que haría si su vecino es llevado a la fuerza por una patrulla frente a su casa? ¿Se inquietaría? ¿O lo tiene sin cuidado porque supone que la policía tiene sus razones?
Las familias que exigen verdad, atraviesan infinidad de dolores; la incertidumbre permanente les impide hacer duelo porque, luego de muchos años de búsqueda, nunca contaron con una tumba que visitar, un altar para dejar flores, ni un responsable que culpar. La vía del derecho solo les ofrece implorar ante jueces a cambio de indemnizaciones monetarias pero, ¿cuánto cuesta una vida? ¿cómo se repara el dolor? Hacen del dinero un remedio que perdona miedos. Si el desaparecido está muerto, ¿en qué condiciones murió? La incertidumbre, la búsqueda, el desasosiego y la desesperanza se vuelven la única constante.
La exposición El Testigo de Jesús Abad Colorado, dedica un salón a las vivencias, sentimientos, pensamientos y rostros de las familias víctimas de la desaparición forzada en Colombia. Una de las fotografías, ilustra las tumbas de los NN en Antíoquia y su descripción aclara que la Fiscalía asigna unos códigos a cada tumba en caso de que los restos requieran ser identificados. Lo inquietante es que algunos pobladores borran dichos códigos y les asignan nombres con apellidos, para pedirle a los muertos que les concedan deseos a cambio de mantener en buen estado la correspondiente tumba. La descripción de la imagen cierra con la siguiente afirmación: “Esta práctica es otra forma de desaparecer lo desaparecido”. A mí me surge la siguiente duda: ¿acaso quedaron tan suspendidos en el tiempo como para, incluso, robar su identidad?
Sindicalistas, estudiantes, artistas, campesinos, campesinas, maestros, maestras, comunistas, lideres y lideresas sociales que alzaron la voz, se organizaron y exigieron que no se vulneraran mas derechos.
Hasta encontrarlos.
¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!
Gabriela Rivera Betancourt
Estudiante de Derecho
Foto tomada en el Claustro de San Agustín - Bogotá. Carolina Alfonso. Mayo 2019.